Tal día como hoy, 23 de julio, pero de 1936 las tropas golpistas entraron en Los Barrios después de tomar Algeciras el día 18, y San Roque y La Línea el 19 sin apenas resistencia. Accedieron a la población a través del “puente grande” que salva el río Palmones, organizados en tres grupos que se internaron respectivamente por las calles la Ollería, la Plata y Herrería. Testigo de todo ello fue Juan Lobato Vázquez, un chaval de 12 años que junto a unos amigos pasaba la mañana por los alrededores del Cerro Blanco.
En la calle Herrería, donde estaba su casa, se encontraban su abuela, su madrastra y su padre, Andrés Lobato Cobos. Las tropas que se internaron por esta calle eran guiadas por Juan Trujillo, un falangista de la localidad. Quizá ya tuviera noticias de los fusilamientos y detenciones que tuvieron lugar pocos días antes en Algeciras y La Línea, y temiera que su significación política le condujera a ser víctima de un hecho u otro; motivos más que suficientes que le llevaron a abandonar el hogar por el callejón trasero, y bajo el aplastante sol del mediodía, atravesar los canchos de Benharás en dirección a la garganta del Capitán para encontrar refugio en la Cueva Escondida.
¿Por qué eligió este lugar y no otro para esconderse? Al ser hombre de campo, Andrés sería sin duda un gran conocedor de todo el entorno montuoso que rodea a Los Barrios sobre todo por su vertiente suroeste, al igual que de los caminos y veredas tradicionales, tan frecuentadas por esos años y tristemente abocadas hoy día a desaparecer. Teniendo en cuenta el poco tiempo con el que contó para decidirse pudo haberse decantado por las gargantas de Benharás o del Prior, un poco más cercanas al pueblo, pero no, eligió la garganta del Capitán, en concreto la zona del Hoyo de don Pedro, donde dos grandes lajas de arenisca descienden en paralelo buscando el arroyo de Botafuegos. Así lo detalla Juan Lobato: «Esta cueva está de la casa forestal de Hoyo de don Pedro, hacia el Cogujón de las Corzas, a mano derecha, cerca de los tres molino de los hermanos Escalona: Blas, Cristobal y Juan».

Entorno de la Cueva Escondida y Los Barrios al fondo.

Personalmente no tuve conocimiento de la existencia de esta “cueva” hasta que leí no hace mucho el libro de Beatriz Díaz Martínez Un rosal de flores chiquititas: represión y supervivencia en Los Barrios (Cádiz), publicado por Editorial Tréveris en 2011, y del que extraigo la mayor parte de datos para este artículo. A través de sus 339 páginas Beatriz nos sumerge directamente en esas décadas centrales del siglo XX, tan decisivas para la historia social de nuestra comarca. Para ello se sirve de los testimonios de Miguel Villatoro, Juan Montedeoca, Pepa Acosta, Juan Lobato y Nicolás Zamora; además de las aportaciones de Juana Gómez, Marina Ortega Bru, José Marín y Francisco Serrano. Vivencias a flor de piel que fueron recopiladas entre 2008 y 2009 mediante un grupo de trabajo, herramienta que la autora ha utilizado en otras ocasiones como vehículo de la transmisión oral. A estos recuerdos, a estas historias íntimas que aportan a la Historia como disciplina el valor de la inmediatez y la verdad personal, Beatriz les intercala contextualizaciones históricas para mejor entendimiento de los sucesos.
Siempre he sido un gran aficionado a viajar al pasado a través de estos libros de testimonios ya que, y que me excusen los autores de ensayos diríamos que más tradicionales o mayoritarios, me parecen la forma más viva, cercana y divulgadora de contar la Historia.

Portada del libro Un rosal de flores chiquititas: represión y supervivencia en Los Barrios (Cádiz).

Para aportar mi granito de arena al mantenimiento de esta memoria colectiva me dispuse, 85 años después, a aproximarme al entorno de la Cueva Escondida, muchas veces transitado con anterioridad pero nunca con esa intención o esperanza de toparme con alguna cueva. Si más arriba entrecomillé esta palabra, es momento ahora de explicar el motivo. En nuestro territorio el vocablo cueva no posee estrictamente el mismo significado que en otros. Cuando nuestros abuelos y bisabuelos hablaban de cuevas, acepción que hemos heredado, no se referían a esos espacios cavernosos que todos podemos imaginar con sus distintas salas, estalactitas y estalagmitas. Al hablar de cuevas nos referimos principalmente a pequeños abrigos, a refugios u oquedades casi siempre de poca entidad y superficie, y que han sido utilizados desde la Prehistoria hasta la actualidad con diferentes fines. La morfología de las sierras aljíbicas campogibraltareñas, donde la arenisca es la roca predominante, no produce cuevas como las de Nerja o del Gato, por poner un par de ejemplos, situadas en enclaves de piedra caliza. Estos abrigos u oquedades que menciono se han ido configurando durante miles de años, unas veces por la labor constante y paciente del viento erosionando y ahuecando la arenisca; y otras, por efectos térmicos y corrimiento de tierras, desgajando las lajas en placas, haciéndolas rodar ladera abajo hasta que al final se montan unas sobre otras consiguiendo en ciertas ocasiones, y fortuitamente, una cierta semejanza a estructuras dolménicas o cabañas naturales.
Sé, por experiencia propia, al haber tenido la suerte de acompañar en muchas caminatas a Simón Blanco Algarín, reconocido descubridor de yacimientos rupestres correspondientes al Arte Sureño, que la zona que iba a prospectar no es lugar de “cuevas”, ni tan siquiera de abrigos como los muchos que existen en otros valles y montes cercanos. Para tener aún mayor seguridad le pregunté su opinión a Domingo Mariscal, otra de las personas que mejor conocen nuestro medio rural, su historia y tradiciones, confirmando lo que venimos tratando; que a lo sumo encontraría un refugio natural apto para esconderse.

Aproximándome a la sierra de La Palma.

Comprender los motivos que llevaron a Andrés a adentrarse en la garganta del Capitán requiere una breve explicación georeferrencial, sobre todo a los que tengan la mala fortuna de no conocer un lugar tan hermoso. Tomemos posición y contexto. Si nos situamos de cara a la garganta, a nuestra izquierda visualizaremos la ladera norte de la sierra de las Esclarecidas; umbrosa, exuberante y salvaje a causa de este mismo posicionamiento. A media altura discurre el popular camino de la Trocha, una antiquísima vía de comunicación utilizada por caminantes y cabalgaduras para internarse en el interior de la provincia ahorrando tiempo, y según la época, sorteando los mayores peligros de la costa. Y a nuestra derecha, admiraremos la silueta casi piramidal de la sierra de la Palma, que con 554 metros de altura y víctima de periódicos incendios fue por desgracia reforestada hace unas décadas con pinares, pero aún conserva algunas manchas de alcornoques y otras especies de flora autóctona. Por su cota más baja discurre también otro camino tradicional, la antigua vereda de Los Barrios a Tarifa, que aún es transitada por algunos atrevidos senderistas; eso sí, con mayores dificultades que antaño debido al progresivo abandono de nuestros montes como lugares habitados. Ambas veredas ascienden buscando el Cobujón de las Corzas, especie de embudo que recoge todas las aguas circundantes, y confluyen luego en el Puerto de los Alacranes antes de descender hacia la vertiente atlántica. Por medio de este majestuoso paisaje, que te transporta a climas macaronésicos, corre el arroyo Botafuegos salteado de pozas y cascadas, y marcando el límite entre los municipios de Los Barrios y Algeciras.

Andrés Lobato Cobos. Fotografía y huella dactilar de su DNI. Cedida por Beatriz Díaz Matínez.
Andrés Lobato Cobos. Fotografía y huella dactilar de su DNI. Cedida por Beatriz Díaz Matínez.

Tenemos, pues, unos factores importantes que motivarían a Andrés Lobato a esconderse de sus captores en un paraje como este: Cercanía respecto a Los Barrios; a cinco kilómetros en línea recta. Un bosque frondoso con multitud de escondrijos y recovecos. Pero en especial, un lugar idóneo para proseguir rápido la huida en caso de verse cercado gracias a esa vereda. Prueba de que acertó con esta opción fue el hecho de que en ese entorno de la Cueva Escondida acabaría encontrándose con otros huidos.
En este punto se entrelaza y encuentra la historia de Andrés con la de otro personaje que sufrió también en carne propia el miedo de la huida, las atrocidades de la represión y la guerra, y el dolor de todo lo que vendría después. Se trata de Francisco Serrano Gómez, nacido también en Los Barrios pero residente en Algeciras desde niño, donde llegaría a ser un activo militante de la CNT. En su exilio francés de Burdeos escribió en 2007 sus memorias, tituladas El diario de un aburrido: niñez, juventud, retirada y exilio de un republicano español en Francia. Algunos apartados del capítulo en el que rememora la huida de Algeciras no pueden dejar de ser reseñados aquí dadas las posibles coincidencias.
Cuando los militares golpistas toman el poder en Algeciras, Francisco es apresado junto a un amigo de apellido Pulido, también de la CNT, y otros dos compañeros de la UGT. Una mañana, supongo que la del 19 o del 20 de julio, son conducidos al Gobierno militar, aunque ellos pensaban que su destino eran las tapias del cementerio. Allí les recibe un teniente coronel “berreando como un toro”, y les embiste con la siguiente amenaza: «los obreros llevan en huelga diez días y vosotros sois los cabecillas. Las huelgas están consideradas como rebelión militar». Para solucionar dicho conflicto laboral el teniente coronel se inventa un rocambolesco y macabro juego. Introduce en una boina cuatro papeletas numeradas, y estipula que los que saquen el tres y el cuatro saldrán como delegados con un salvoconducto de veinticuatro horas para convencer a los trabajadores de que vuelvan al trabajo. Otra de las siniestras condiciones era que tanto el beneficiario del número tres y del cuatro fueran de organizaciones distintas. Francisco sacó el número tres y pudo salir a la calle con veinticuatro horas de esperanza. Su amigo Pulido sacó el uno y sería fusilado junto al ugetista sin que aún hubiera acabado el plazo acordado de las veinticuatro horas.
De este dramático desenlace tuvo noticias Francisco a las pocas horas de producirse y decidió esconderse en una huerta de los alrededores del pueblo. Ya nada le retenía en Algeciras, donde todas las salidas estaban controladas. La sierra y Jimena de la Frontera eran sus próximos objetivos. Sin embargo, tampoco le acompañó esa vez la suerte, pues poco después de abandonar la huerta fue capturado por una patrulla de vigilancia liderada por Pedro Salvo, el mismo cabo de la Guardia Civil que en enero de 1933 participó en los trágicos sucesos de Casas Viejas. Atado de manos y pies con alambres, la fúnebre camioneta que los transportaba acabó encontrándose con otra patrulla, capitaneada ésta por el falangista Juanito Gallardo, a quien Francisco conocía de la infancia. Ambas patrullas se enzarzaron entonces en una disputa por dilucidar a qué cuerpo le correspondía hacer la entrega a los militares, y acabó imponiéndose el falangista Juanito Gallardo.
Aun habiendo pasado tantos años y ya anciano, Francisco no acababa de comprender cómo sucedió lo que viene a continuación. Quizá fuera porque mediara entre ambos una pasada y cierta amistad, o esta vez sí a los caprichos de la fortuna, pero el caso es que convenció a Juanito Gallardo de que se dirigía a la sierra para cumplir con su compromiso de convencer a los trabajadores huidos de que se entregaran, que tenía un salvoconducto y que no se iba a fugar, pues el destino de su amigo Pulido estaba en sus manos. Como ya se ha dicho más arriba, Francisco sabía que a su amigo lo habían fusilado, y jugó esa carta contra sus captores, que a su vez pensaban que su presa desconocía la noticia y que por tanto se vería obligado a volver si le quería salvar la vida. Así pues, lo liberaron de los alambres y lo dejaron subir hacia la sierra. Aún le deben estar esperando.

Francisco Serrano Gómez. Cartilla de combatiente voluntario de la resistencia en Francia.

Tal como nos sigue relatando Francisco en sus memorias, el panorama que se encontró en la sierra fue descorazonador. Familias enteras de huidos desprovistas de lo más esencial, muchas de las cuales acabarían regresando al pueblo. También se encontró con compañeros y amigos que se alegraron mucho de verlo, ya que pensaban que al final lo habían fusilado. Durante un tiempo que Francisco no precisa aquella sierra se convirtió en un lugar de resistencia más bien pasivo, dadas las pocas armas con las que contaban. «Las altas rocas eran nuestros puestos de vigilancia e íbamos de roca en roca como cabras…». Y más adelante: «Una mañana, estaba vigilando desde lo alto de una roca, desayunando con moras. De pronto, oí quejidos de una persona. Me bajé de la roca y vi a un hombre en una de las cuevas de piedra. Estaba temblando y echaba espuma por la boca… ». Como ven, descripciones todas que nos dibujan un paisaje abrupto y pedregoso.
Como era previsible, una mañana apareció la Guardia Civil con perros y cercó la sierra donde se hallaban. Las palabras de Francisco al describir las escenas, aún habiendo trascurrido setenta años desde que ocurrieron los hechos, transmiten la misma emoción y el mismo dolor que si hubieran ocurrido este mismo verano. Algunos padres de familia desistieron de huir por no abandonar a los suyos y serían ejecutados allí mismo delante de todos. Sólo los más jóvenes y los que no tenían nadie a su cargo lograron huir. La atmósfera de terror que anunció el general golpista Emilio Mola en su directiva del 19 de julio empezaba a tomar forma en ese lugar de memoria.
¿Pero de qué sierra estamos hablando? Francisco especifica en sus memorias que a la sierra a la que huyó se llamaba sierra de las Palomas, y del contexto se deduce que se localizaba en las cercanías de Algeciras. El problema está en que actualmente no existe tal topónimo en la orografía de nuestro entorno más inmediato. Cuando Francisco escribe sus memorias tiene noventa y cuatro años, y tan larga permanencia en Francia, país que no abandonó hasta el fallecimiento de su compañera, instalándose en madrid, sin duda afectó negativamente al dominio de su lengua natal. Fue algo común entre los exiliados. Por estos motivos tal vez confundiese el vocablo “palomas” con el de “palma” y en realidad estamos hablando de la misma sierra en la que se refugió Andrés Lobato: la sierra de la Palma. Otra prueba de que el castellano le jugaba malas pasadas la encontramos más adelante. Cuando finaliza el episodio en el que logra sortear el cerco de la Guardia Civil con un compañero apellidado Medina, relata que esperaron a que anocheciera antes de cruzar el río “Palmono”; esto es, el río Palmones.

Garganta del Capitán y sus afloramientos de arenisca. Foto cedida por Francisco Javier Pizarro Sánchez.

Dejemos a Francisco Serrano con su periplo hacia Jimena de la Frontera y retomemos la huida de Andrés Lobato. En la fotografía de más abajo pueden ver el escenario en el que realicé la primera prospección; el primer escalón por el que la sierra de la Palma empieza a ganar altura. No es el punto exacto en el que su hijo Juan Lobato sitúa la Cueva Escondida y que marca luego Beatriz Díaz sobre un mapa, pero decidí inspeccionarlo para no dejarme nada atrás. Además, una curiosa sombra en el afloramiento de arenisca captó mi atención, aún sabiendo que la mayoría de las veces estas proyecciones de sombra se deben a “engaños” del sol simulando y dibujando abrigos donde después, al aproximarte, no los hay.

Primera prospección.

El ascenso fue duro, y no sólo por lo escarpado del terreno y el calor, aunque el cielo estuviese encapotado. En estas situaciones el principal obstáculo o barrera lo pone el monte bajo, cerradísimo de maleza, aunque está bien que así sea puesto que este es su estado natural, y no aquel otro en el que a base de desbroces abusivos se transforman los alcornocales en meros jardines o plantaciones de bellota y corcho. Me costó lo mío, pero conseguí llegar hasta un punto en el que poder cerciorarme de que esa sombra, en efecto, no era un abrigo o cueva, si no un efecto solar.
Esta pequeña elevación conserva todavía un paisaje que no le hubiera resultado extraño a Andrés. El alcornocal centenario que allí pervive se encuentra relativamente sano, al contrario de los que crecen en los montes circundantes y en realidad en buena parte del Parque Natural de los Alcornocales, que llevan desde hace unas décadas siendo atacados por la “enfermedad” que se conoce como la seca. Este fenómeno de deterioro progresivo que se da en esta especie de quercus y que acaba con la muerte del árbol se debe a múltiples factores, siendo el principal de ellos la superpoblación de herbívoros, que impide una regeneración natural del bosque. Admitiendo que es un asunto complejo de analizar y de difícil solución en el que propietarios y Consejería de Medio ambiente se mueven por la ley del mínimo esfuerzo, lo cierto es que la seca alterará nuestro medio natural, ya lo está haciendo, hasta convertirlo en algo irreconocible para todos.
Sopesando este funesto presagio me fui desplazando a lo largo de ese frontal de derrumbes de arenisca, saltando de piedra en piedra como una cabra, como lo hiciera hace ochenta y cinco años el bueno de Francisco Serrano. Al conectar de nuevo con la vereda que asciende por la garganta me di cuenta de que el que algo quiere, algo le cuesta: los brazos llenos de arañazos.

Garganta del Capitán con el Peñón de Gibraltar al fondo. Foto cedida por Francisco Javier Pizarro Sánchez.
Cartel de la CNT/AIT.
Cartel de la CNT/AIT.

¿Cuál era la ideología política de Andrés Lobato? Nos lo cuenta su hijo Juan: «Mi padre era muy anarquista. A mi entender, el anarquismo era una pasión de no hacer daño a nadie; ellos no pensaban nada más que en hacer bien a todo el mundo y que todos se llevaran bien… su idea era no avasallar; ellos no querían hacerle daño a nadie. Para su ideal, la vida era imperdonable».  Aunque no tengamos constancia documental, seguramente Andrés pertenecía a la Confederación Nacional del Trabajo, a la CNT; sindicato mayoritario en nuestra comarca, el cual, como ha documentado José Manuel Algarbani, contaba en los Barrios en 1936 con 500 afiliados para una población de doce mil habitantes.
En efecto, el anarquismo, y su representación en la lucha obrera, el anarcosindicalismo, fueron los principales movimientos que aglutinaron las esperanzas de la clase trabajadora en el Campo de Gibraltar prácticamente desde sus inicios. Los Barrios, por ejemplo, ya tuvo representación en 1919 en uno de los grandes congresos que fueron definiendo las tácticas y objetivos de la CNT a lo largo de los años, el conocido como el Congreso de la Comedia, celebrado en Madrid. Otro ejemplo de esta implantación libertaria la encontramos en el n.º 144 del periódico Tierra y Libertad del uno de diciembre de 1933, en el que se puede leer esta breve noticia: «En reunión celebrada por el grupo Libertad de esta localidad, ante el número crecido de compañeros que lo componen acordamos ampliarlo a la formación de una Federación integrada por cinco grupos, que como ya lo estaba antes el grupo Libertad se adhiere a la F.A.I. (Federación anarquista ibérica), deseando entablar relación con todos los grupos y participar en todas sus actividades».
Otro dato que acredita la afiliación libertaria de Andrés, aunque sea de forma indirecta es el siguiente: su primera mujer, Ángeles Vázquez Villalobos, fallecida muy joven al dar a luz, era sobrina del grazalemeño José Sánchez Rosa, una de las figuras más relevantes del anarquismo andaluz y que tan bien ha investigado y plasmado José Luis Gutiérrez Molina en su libro biográfico La tinta, la tiza y la palabra. José Sánchez Rosa, maestro y anarquista andaluz (1864-1936). José Sánchez Rosa vivió en Los Barrios durante 1901 y 1902, donde fue vocal de la junta directiva del Centro de Estudios Sociales, representante de las sociedades obreras barreñas en congresos y mítines, y maestro racionalista para los niños y niñas de las familias más desfavorecidas.
Estos, y no otros, fueron los “delitos” por los que las fuerzas golpistas persiguieron a Andrés Lobato y a tantos otros como él: pertenecer a un sindicato que básicamente sólo buscaba el bien común, la justicia social y la igualdad económica; un sindicato y organizaciones afines que además de defender los derechos laborales se empeñó desde siempre en instruir y educar a masas sociales a las que la oligarquía y la Iglesia pagaban con la moneda contraria, la pobreza y el analfabetismo; un sindicato que sólo en Andalucía en las vísperas del golpe de estado sobrepasaba los ciento ochenta mil afiliados, y al que si sumamos el resto de organizaciones obreras y partidos políticos leales a la República, obtenemos como resultado la criminalización de la mayoría social de todo un país, a la que por si fuera poco todo esto, se la asesinaría o, en el mejor de los casos, se la juzgaría, precisamente por aquellos que dieron el golpe de estado, por delitos de rebelión militar en sus variantes de adhesión, auxilio o inducción.
Andrés Lobato pagó bien caro el hecho de ser una persona justa, honrada y trabajadora. Empezó a pagar cuando el 27 de julio de 1936, recordemos, con cuarenta años y padre de familia, y comprendiendo que si permanecía más tiempo escondido en la cueva acabaría siendo cazado, escapa también hacia Jimena de la Frontera, y de ahí a Estepona, Málaga, Córdoba, etc. No volvería a su casa hasta casi tres años después, habiendo finalizado la guerra.
Poco le duró el reencuentro al pobre Andrés y a su familia. Es apresado el 25 de abril de 1939, y por un consejo de guerra celebrado en Algeciras en septiembre de ese mismo año, condenado a treinta años y un día por adhesión a la rebelión tras lograr evitar la pena de muerte. En enero de 1940 lo trasladan de Algeciras a la prisión de El Puerto de Santa María, y casi tres años después es vuelto a trasladar a la prisión provincial de las Capuchinas en Barbastro (Huesca). En febrero de 1943 ingresa en el Destacamento de Penados de Bisaurri (Huesca) donde realiza trabajos forzosos en la carretera del Run a Pont de Suert para la empresa de Riegos Asfálticos. Un año después por fin consigue que le concedan la libertad condicional sin destierro y regresa de nuevo a Los Barrios el 13 de marzo de 1944. En total casi ocho años de penurias y privación de libertad. Aún así, no acabó del todo el sometimiento. Como todos los ex-presidiarios estaba obligado a presentarse cada dos semanas en el cuartel de la Guardia Civil. No obtuvo la libertad total hasta 1966, cuando tenía 70 años. Falleció el 25 de marzo de 1974. Como relata su hijo Juan «si mi padre hubiera estado vivo cuando murió Franco, se habría emborrachado para celebrarlo».

Andrés Lobato y su hijo Juan en la romería de Los Barrios a principio de los años 70. Foto cedida por Beatriz Díaz Matínez.

Unos trescientos metros más arriba alcancé el siguiente afloramiento de areniscas. De nuevo el mismo terreno abrupto y prácticamente impenetrable que sólo permitió que me internara unas decenas de metros a lo sumo, y a base de pelearme con brezos, jaras, las benditas zarzas y demás especies del sotobosque. Traté, por otra parte, de ponerme en el lugar de Andrés. Yo estaba allí en calidad de senderista temerario, perseguido en todo caso por un sol que pasado ya el mediodía empezaba a mostrar poca clemencia a medida que las nubes mañaneras se iban disipando. Con un bocata y agua suficiente para la jornada. Pero Andrés no; ochenta y cinco años antes Andrés estuvo en ese mismo paraje seguramente con el mismo calor pero con la incertidumbre y el miedo de poder ser capturado, y sin saber lo que podría suceder después; atento a cualquier ruido, oteando constantemente la garganta y alrededores por si llegaban los civiles, en definitiva, sintiéndose como una presa. ¿Pero cómo aguantó esos cuatro días que permaneció en el monte?. ¿Qué comía?
Por suerte, contó con la ayuda de su hermana Isabel y su cuñado Curro, que trabajaban y vivían en el cortijo de El Acebuche, a unos dos kilómetros más abajo, muy cerca de donde hoy día se encuentra el centro penitenciario de Botafuegos. Aún a riesgo de ser ellos mismos acusados de colaboradores no dudaron en proveerle de comida. Estos gestos de humanidad y solidaridad fueron más comunes de lo que pensamos. Muchas de las personas que sobre todo procedentes de Algeciras y Los Barrios encaminaron sus pasos hacia Jimena de la Frontera, que sería zona republicana hasta mediados de septiembre, siendo el último pueblo de la provincia de Cádiz en ser tomado por los fascistas, fueron auxiliados por los habitantes de las cortijadas por las que pasaban.

Cortijo de El Acebuche.

 

Patio del cortijo de El Acebuche.

Para ir finalizando, muestro a continuación las imágenes del enclave que en esta primera aproximación puede corresponderse mejor con el objetivo buscado. Y recordemos, una vez más, que la Cueva Escondida a la que se refiere Juan Lobato es casi con toda seguridad un refugio o pequeño abrigo en la roca arenisca, al que la abundante vegetación contribuiría aún más a pasar desapercibido. Dado el tiempo transcurrido, y a la imposibilidad de que un testigo presencial lo confirme de algún modo, es imposible obviamente probar que este refugio sea uno de los que utilizara Andrés Lobato, pero sí, ya digo, el que reúne mejores condiciones para serlo. En cuanto las circunstancias lo permitan y se vaya acercando el otoño volveré a hacer otra prospección, pero esta vez entrando desde arriba, desde el mirador del Hoyo de don Pedro, que al ser zona de pinares permitirá un mejor y más rápido avance.
Como pueden observar, la sombra triangular nos indica la existencia de un lugar protegido que en realidad se ha formado por el derrumbe de ese gran bloque de arenisca, situado en origen más arriba. En su interior fácilmente pueden caber cuatro o cinco personas. Además, al pie de la entrada se aprecian signos de aterrazamiento utilizando piedras, lo que nos informa sobre una intencionalidad de proveer de mayor habitabilidad al conjunto.

Refugio en el entorno de la Cueva Escondida.

Más adelante, en la siguiente gran laja que corre paralela a ésta encontré otro lugar similar, también con las mismas señales e indicios de haber sido ocupado en alguna época por carboneros, corcheros, o quién sabe, por los que huían del golpe de estado fascista.

Otro aterrazamiento pegado a la laja.

 

Zoleta oxidada

Aunque para este artículo me he querido centrar en la vida de Andrés Lobato, la de su hijo Juan también constituye una impagable fuente primaria para comprender qué supuso el golpe de estado militar, la consiguiente guerra y la posterior dictadura en la vida de estas sencillas e inocentes personas. Juan simboliza como víctima del franquismo las adversidades a las que se tuvieron que enfrentar las clases oprimidas y trabajadoras de este país, fueran de un “bando” o del otro. Se vieron obligados a trabajar ya desde muy pequeños; afrontando la realidad sin apenas instrucción y educación, buscando de donde no había algo que llevarse a la boca y calmar el hambre, pero el hambre de verdad; adoptando el olvido impuesto por los vencedores como una forma más de supervivencia, apaciguando la rabia contenida para no acabar entre barrotes. Ochenta y cinco años después, los herederos ideológicos de los que provocaron esta barbarie siguen negando la mayor, tratando de no mirar de frente a esta memoria histórica y colectiva que ya les ha desbordado. Si sus antecesores propiciaron un golpe de estado para no perder sus privilegios seculares, ellos ahora hacen todo lo posible para no perder, además de estos mismos privilegios, la vergüenza y la arrogancia.
Gracias al testimonio de Juan Lobato y al de las demás personas que componen el libro Un rosal de flores chiquititas: represión y supervivencia en Los Barrios (Cádiz), y gracias a su autora, Beatriz Díaz Martínez  por poner sobre blanco y negro esos recuerdos, sabemos que la reparación de las víctimas es un hecho, y que si damos un paso atrás será sólo para coger impulso.
Sirva esta humilde caminata memorialística como homenaje y gratitud a todos ellos.

Juan Lobato Vázquez. Foto cedida por Beatriz Díaz Martínez.

 

De izquierda a derecha, Juan Lobato Vázquez, Marina Ortega Bru y Josefa Acosta Velasco. Foto cedida por Beatriz Díaz Martínez.

 

Francisco Serrano Gómez.
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