El libro de Rafael Ballester Iniciación al estudio de la Historia, en la estantería de la biblioteca auxiliar de la Casa de la Memoria.
El libro de Rafael Ballester Iniciación al estudio de la Historia, en la estantería de la biblioteca auxiliar de la Casa de la Memoria.

Entre los ejemplares interesantes que nutren la biblioteca auxiliar de la Casa de la Memoria traemos a colación un libro del fondo personal del escritor y periodista Jesús Ynfante donado por su familia. Se trata del tomo I de Iniciación al estudio de la Historia, de Rafael Ballester y Castell, editado en 1913 (1). Este manual, de 328 páginas y pasta dura, había sido adquirido en la librería-imprenta J. Romero, de la calle Columela de Cádiz, que también vendía útiles de escritorio.
En la página de frontis, al inicio, en el reverso de la portadilla, aparece la firma doble de Cristóbal Ynfante, tío de Jesús Ynfante, y en la portada interior, la firma de Carmen, que podría corresponder a la de una de sus dos hermanas. Deducimos, pues, que constituyó una obra de referencia en los estudios de al menos dos generaciones de esta familia.

Firmas de Cristóbal Infante y Carmen en el interior del libro.
Firmas de Cristóbal Infante y Carmen en el interior del libro.

Significativamente, este manual está dedicado a Rafael Altamira, en «homenaje de alta consideración a sus desvelos por la enseñanza» (2). Precisamente, Altamira y Ballester están considerados los «padres fundadores» de la didáctica de la Historia del tránsito de fines del siglo XIX a principios del XX (3). El primero, representante del movimiento regeneracionista, fue autor de La enseñanza de la Historia (1891), director de la sección de Metodología de la Historia del Centro de Estudios Históricos (1910-1918), director general de Primera Enseñanza en el Ministerio de Instrucción Pública (1911-1913), catedrático de Historia de las instituciones civiles y políticas de América en la Universidad de Oviedo (1914), juez del Tribunal Permanente de Justicia Internacional en La Haya y miembro de la Real Academia de la Historia (1922), entre otros múltiples desempeños. Fue el introductor y principal difusor de la historia de la civilización en la historiografía española, mediante la aplicación de métodos modernos de la investigación histórica. Precisamente, en las páginas preliminares del manual Iniciación al estudio de la Historia, Rafael Ballester, también correspondiente de la Real Academia de la Historia, retoma este concepto de «civilización» introducido por Rafael Altamira, al afirmar que «la Historia nos cuenta las vicisitudes y progresos de las distintas sociedades humanas» y que «se llama civilización el conjunto de adelantos llevados a cabo por los hombres».
Ballester, catedrático de instituto en Gerona e imbuido del espíritu institucionista (4), parte de la base de que «todo trabajo histórico es una abstracción» y de que «la cultura histórica solo puede adquirirse después de mucho tiempo de asiduas y diversas lecturas». Además, subraya «la necesidad de que se adquiera el conocimiento de las cosas mediante la visión directa de las mismas o de su representación», de modo que «el estudio de la Historia por procedimientos memoristas» es «absurdo, conduce al error o produce cansancio», de ahí que proponga, en la parte artística de su libro, «despertar la curiosidad o el estímulo por la observación directa del pasado, cuyo espíritu late en las reliquias que nos legó». A este respecto, añade: «Documentos y monumentos, es decir, vestigios del pasado, huellas dejadas por el pensamiento o por los actos de nuestros antepasados, tales son las fuentes de la Historia». Por eso afirma que «el carácter de los hechos históricos consiste en que nos son conocidos indirectamente», es decir «estudiando sus vestigios».
La importancia que concede a las fuentes para la ciencia de la Historia le lleva a decir que «sin fuentes históricas la Historia no existe». No olvidemos que la publicación del manual de Ballester coincidió en el tiempo con la traducción al castellano del ensayo de los franceses Langlois y Seignobos titulado Introducción a los estudios históricos (5), publicado originalmente en 1898 y que introdujo el método crítico en Historia. Ambos autores ya afirmaban que «la Historia se hace con documentos», que son las huellas dejadas por los pensamientos y los actos de los hombres en el pasado, y esa idea la recoge Ballester, quien además pone de manifiesto, como lo hicieron dichos historiadores franceses, la importancia de la heurística, es decir, el conocimiento de los documentos indispensables para la ciencia histórica, lo que requería conservarlos en archivos y estudiarlos.

El libro de Ballester, disponible en la biblioteca de la Casa de la Memoria.
El libro de Ballester, disponible en la biblioteca de la Casa de la Memoria.

Ballester culmina sus preliminares con una reflexión sobre «la utilidad de la Historia», y a este respecto dice que la Historia «no enseña reglas de conducta» para los individuos ni para los pueblos, «porque las condiciones en que se producen los hechos o actos humanos rara vez son idénticos para que puedan servir como ejemplo». Según él, «la utilidad de la Historia es indirecta» porque «explicándonos el origen y procesos de la sociedad actual nos hace comprender su situación presente»; es «indispensable para la constitución de las ciencias cuyo objeto de estudio es el hombre»; es «útil porque la práctica del método de investigación nos preserva del espíritu de credulidad, tan nocivo al progreso», también porque por el conocimiento de las sociedades humanas y el estudio de sus transformaciones «nos predispone a la tolerancia» y porque «nos educa políticamente».
Como colofón, Ballester afirma: «La Historia enseña el mecanismo social, habitúa a comprenderlo y estimula en el ciudadano el deseo de tomar parte activa en la marcha de la sociedad política a que pertenece. La Historia, escrita antiguamente para enseñanza de príncipes, se ha convertido en la gran educadora del pueblo» (6).
Así pues, cabe decir que el libro de Ballester «es un manual para la enseñanza en el Bachillerato que prescinde de relatos ampulosos, extensos o difusos y se diseña como una guía para el periodo de aprendizaje hacia el que está dirigido, con entidad suficiente para orientar los estudios posteriores que quiera emprender el alumno y en el que se le instruye en la ciencia histórica, sus ciencias auxiliares y el oficio del historiador» (7).
A título ilustrativo, reproducimos una parte del capítulo que Rafael Ballester dedica al feudalismo en su manual de Iniciación al estudio de la Historia, para comprobar cuál era el tenor de su texto (8).

El feudalismo: sus orígenes y naturaleza
Se da el nombre de feudalismo a la organización o régimen político-social de los pueblos europeos durante la Edad Media.
Sus orígenes históricos son confusos y su formación muy compleja. Sin ser exclusivamente germánico ni románico, el régimen feudal formó a raíz del establecimiento de los germanos en la sociedad romanizada del occidente y sur de Europa, desenvolviéndose lentamente, sin intervención de gobierno alguno ni concurso de leyes escritas, sin insurrección ni lucha armada, por una transformación gradual de las costumbres, y de una manera análoga en Francia, Alemania, Italia y España cristiana; extendiéndose después a Inglaterra, Sicilia, Oriente y países escandinavos. Como no fue un régimen uniforme, es imposible reducirlo a una fórmula general que no esté en contradicción con muchos casos particulares. Las raíces del feudalismo están en otras instituciones, anteriores a la época en que se presenta formado, principalmente en la recomendación y el beneficio.
La recomendación o patronato era la dependencia voluntaria establecida entre dos hombres libres, por medio de la cual uno de ellos, el vasallo, se obligaba a servir y asistir al otro, el señor, que a su vez se comprometía a protegerle.
El origen de la recomendación parece haber sido la necesidad en que se vieron los pequeños propietarios, para estar a salvo de las violencias de sus vecinos, de ampararse en la protección de señores poderosos. Poseían aquéllos sus tierras en propiedad, en «alodio» (es decir, libres de toda traba); pero, por el contrato estipulado con el señor, las convirtieron en usufructos perpetuos. Con el tiempo se hizo imposible distinguir en las tierras cuáles procedían de alodios y cuáles no. La palabra alodio se empleaba como equivalente de propietas, hereditas, dominatio, voces que designaban a su vez la propiedad privada.
El beneficio era una concesión territorial hecha generalmente por el señor a su vasallo, con obligación de ciertos servicios. Era un lazo territorial. Vitalicios en un principio, los beneficios se convirtieron poco a poco en hereditarios y, combinados con la recomendación, constituyeron los feudos (9).
Los beneficios, a menudo asociados al ejercicio de ciertas funciones de carácter político o administrativo, al hacerse hereditarios constituyeron la jerarquía feudal –duques, condes, barones, etc.– y estas funciones llamadas beneficios honores, dieron origen a los grandes señoríos feudales. Sus titulares, mediante la concesión de inmunidades, adquirieron el ejercicio de los derechos de soberanía, o bien se los abrogaron; de suerte que el régimen feudal puso en manos de los señores dos clases de derechos: los derechos feudales, consecuencia de concesiones territoriales; los derechos señoriales, por usurpación o concesión de la soberanía. Los primeros eran de carácter privado, mientras que los segundos constituían un poder político.

Sus caracteres distintivos
Tres fueron los rasgos o caracteres habituales del régimen feudal en su periodo álgido (siglos XI al XIII):

  • 1º: Posesión del suelo en vez de propiedad, y su división en grandes dominios o señoríos. El disfrute de la tierra era para su poseedor no solo vitalicio sino hereditario; pero nunca alcanzaba la plena propiedad, porque carecía de los derechos de enajenarla y de legarla. Además, este usufructo era condicional, porque estaba sujeto a la prestación de tributos y de servicios personales.
  • 2º: Sumisión del vasallo al señor (laico o eclesiástico) en vez de obediencia al rey o al Estado. El señor ejercía en su dominio los derechos inherentes a la soberanía: justicia, impuestos, derecho de hacer la guerra, acuñación de moneda, etc. El lazo de unión entre señores y vasallos se establecía mediante un promesa formal, casi religiosa, llamada fe, palabra que designaba la dependencia entera de la persona moral. El acto por el cual se expresaba se llamó homenaje y la ceremonia que la hacía visible, investidura.
  • 3º: Jerarquía de señores entre sí, establecida por el doble lazo de feudo y del homenaje. La dependencia mutua de los señores derivó de haber recibido sus dominios unos de otros, hecho que cada cual declaraba formalmente de generación en generación.

Señores y vasallos: reciprocidad de deberes y derechos
Los deberes del vasallo con su señor estaban prescritos por el contrato, base del derecho feudal, y variaban hasta el infinito según la costumbre y otras circunstancias; pero las más esenciales eran la fidelidad, el servicio militar, el consejo y los subsidios.
El vasallo que traicionaba a su señor era declarado felón, y perdía, ipso facto, el feudo.
La duración del servicio militar variaba de uno a sesenta días.
Por el consejo venía obligado el vasallo a ayudar al señor en sus deliberaciones y en la administración de justicia.
Los subsidios eran a modo de donativos voluntarios, otorgados al señor en circunstancias extraordinarias (rescate, matrimonio de sus hijas, etc., etc.).
A los deberes del vasallo correspondían los del señor, el cual debía aconsejarle en casos difíciles, auxiliarle en sus guerras, defenderle en justicia, proteger su viuda y sus hijos, mantenerle el feudo, etc. El soberano que despojaba injustamente a su vasallo, que atentaba contra su honor o su vida, perdía vasallo y feudo.

Sociedad feudal: sus elementos constitutivos
La sociedad feudal, en medio de sus múltiples complicaciones, estuvo constituida 1º por una aristocracia guerrera de propietarios laicos y eclesiásticos, soberanos en sus dominios, regidos por un derecho especial que tenía por principio la libertad limitada por contratos y promesas recíprocas, y 2º por las masas urbanas o rústicas, sometidas bajo la inmediata dependencia de aquélla.
La primera comprendía los nobles, con más derechos que deberes; la segunda, los villanos, con más deberes que derechos.

Nobleza feudal
Los duques, condes, obispos y abades, grandes propietarios revestidos de poderes, enfeudaron parte de sus dominios a simples hombres libres, a cambio de la fidelidad y el servicio militar, resumen y esencia de las obligaciones feudales. Nació de aquí una jerarquía cuyos elementos fueron, en primera línea, aquellos grandes feudatarios, duques, condes, marqueses, vizcondes, etc., a los que seguían los ricos propietarios, barones, ricoshomes, etc., y finalmente los caballeros (milites), poseedores de pequeños feudos, sin más diferencias que el rango de su poder y de su riqueza. Libres en su persona y en la posesión de sus tierras exentas de cargas serviles, gozando de los mismos derechos, hermanos de profesión, unidos por el honor, se consideraron como una clase social superior, y constituyeron la nobleza. Esa jerarquía feudal, fundada en las relaciones personales y en las condiciones locales, varió indefinidamente según los países y las épocas (…).

Comienzo del capítulo dedicado al feudalismo.
Comienzo del capítulo dedicado al feudalismo.

 

Inicio del epígrafe sobre la revolución comunal en la Edad Media.
Inicio del epígrafe sobre la revolución comunal en la Edad Media.

Notas
1 Ballester, R.: Iniciación al estudio de la Historia. Tomo I (Edades Antigua y Media). Gerona, Imprenta y Librería de A. Franquet, 1913.
2 Altamira, Rafael: La enseñanza de la Historia. Madrid, Fortanet, 1891. Edición de Rafael Asín Vergara en la reedición de Akal de 1997. Sobre este autor, Abellán, José Luis: Liberalismo y Romanticismo (1808-1974) (Historia critica del pensamiento español, vol 5). Barcelona, Círculo de Lectores, 1993, págs. 579-583; y La crisis contemporánea, III (1875-1939) (Historia critica del pensamiento español, vol 8). Barcelona, Círculo de Lectores, 1993, págs. 190-192.
3 Mainer, J.: La forja de un campo profesional. Pedagogía y didáctica de las Ciencias Sociales en España (1900-1970). Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2009; Duarte Piña, Olga: «La Enseñanza de la Historia: innovación y continuidad desde Rafael Altamira», en Revista Española de Pedagogía, n.º 76 (269), 2018, págs. 144-145.
4 Valls Montés, Rafael: «La Institución Libre de Enseñanza y la educación histórica: Rafael Ballester y la renovación historiográfica y didáctica españolas de inicios del siglo XX», en Historia de la educación, n.º 31. Salamanca, Universidad, 2012, págs. 231-256.
5 Langlois, C. V. y Seignobos, C.: Introducción a los estudios históricos. Buenos Aires, La Pléyade, 1972. Esta es la edición que manejamos.
6 Ballester, R.: Iniciación al estudio de la Historia. Tomo I (Edades Antigua y Media). Gerona, Imprenta y Librería de A. Franquet, 1913, págs. 1-16.
7 Duarte Piña, Olga: «La Enseñanza de la Historia: innovación y continuidad desde Rafael Altamira», en Revista Española de Pedagogía, n.º 76 (269), 2018, págs. 144-145.
8 Ballester, R.: Iniciación al estudio de la Historia. Tomo I (Edades Antigua y Media). Gerona, Imprenta y Librería de A. Franquet, 1913, capítulo V, págs. 169-176.
9 La palabra feudo, sinónimo de beneficio, deriva del bajo laíin, feudum, cuya etimología suele explicarse por las palabras fiu o fehu, del alto alemán antiguo, con significación de ganado, y se usaba en el sentido de bienes o riqueza, de un modo análogo a pecunia en la antigüedad. Balari: Orígenes históricos de Cataluña. Barcelona, 1893.

 

Compártelo