Durante las dos primeras décadas de la posguerra, la dictadura franquista impuso la autarquía, un sistema económico que aspiraba a lograr la autosuficiencia del país produciendo todos los elementos necesarios para la vida. Una de las principales medidas de esta errónea política económica fue la implantación de las cartillas de racionamiento para tratar de controlar la gran escasez y pésima calidad de los alimentos. Estas cartillas no se suprimieron hasta 1952.
La insuficiente producción agrícola e industrial, sumada a la corrupción generalizada del régimen, provocaron que surgiera un mercado negro con precios imposibles y que la pobreza y el hambre se extendieran como una epidemia entre las clases populares. Esta hambruna inacabable produjo enfermedades como la tisis, la tuberculosis, la avitaminosis, la pelagra o la tracoma. Y muertes, muchas muertes. La situación fue especialmente dura en Andalucía, donde en provincias como Jaén se alcanzó en 1942 una tasa de mortalidad infantil del 35% a causa de la desnutrición.
En este panorama desolador, fueron las mujeres y sus hijos e hijas, el sector de la población más castigado y discriminado. Mientras que los hombres a través de este sistema de racionamiento podían acceder a un 100% de los alimentos, a las mujeres se les asignaba un 80 %, y a los menores de 14 años un 60 %. Fueron las mujeres, en definitiva, las que obligadas por la represión y la pobreza, y asumiendo un rol que sin embargo la iglesia y el régimen condenaban, salvaron a muchas familias realizando todo tipo de trabajos y bregando con el estraperlo, la recova y el matuteo.

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